Mientras el barco se aleja, después de la última copa, el último abrazo, escribo en la rumorosa cabina que cruje como un mueble viejo estas simples líneas que, naturalmente, dedico a doña Julia Lanfranconi que ahí queda remontándose sobre el agua, sola, hasta el otro invierno.
Apenas es una mancha de un amarillo agenda dentro de un río de imprenta, al extremo de una fila de nombres que se curvan suavemente y te saltean un poco antes del borde, en aquella guía náutica que al fin se hizo vieja y tal vez valiosa, pero que entonces costaba cincuenta pesos en cualquier surtidor de nafta. La cubro con un dedo. Es una ceremonia. Porque entonces toda esa espesa soledad que ahora te rodea sube por mi brazo y la mancha se enciende en mi cabeza y tu rostro asoma entre los nombres y los trazos de esa vieja carta de Alejo Konopatov que un día, hace años, me llevó hasta tu casa con paredes de miel, muebles polvorientos, espejos engrasados, almanaques antiguos, aquella concertóla que enmudeció en el 45 y aquel Spencer de ocho tiros con tres muescas en la culata que me apuntó a la cabeza (yo venía de un mapa, vieja, a través de esos ríos ingenuos que inventó Alejo) y entonces, seguramente, viste mi sonrisa de muchacho (lo único que no ha envejecido de mi cuerpo) que se balanceaba sobre la mira y me tendiste la mano, porque tu ojo es rápido para la amistad, y así entré en tu historia y compartimos los mismos ríos, los mismos amigos, la casa árbol que plantó el viejo Lanfranconi, el sendero con huellas de carpincho a la izquierda de la casa, la timonera hembra de aquella balandra premonitoria que ahora navega entre el muelle y el gallinero, las noches de rompe y raja, el canto áspero, los muertos que me prestaste porque yo era nuevo, esas desgracias de calendario que se mencionan a tu espalda, estas ceremonias de la amistad que iniciamos entonces, y sobre todo, vieja, esas historias desmesuradas, nunca las mismas, que según parece son el somero resumen de tu vida, sagas y leyendas que cada año crecen en tamaño, en muertos y rufianes, con barcos de oscuro abolengo que sueltan amarras a la primera copa y navegan de memoria, malevos de respeto absolutamente fluviales, Regino Gamarra, el bien odiado, permanente, "siempre en malas", un par de presidentes constitucio-nales que llegaron alguna vez con obsequios y mandatos (por ahora falta un rey, pero estoy seguro de que cualquier día de estos se aparece en una balandra de plástico), unos amores más o menos desgraciados (así resultan siempre, de todos modos, también aquí, tal vez más pronto, el río es pasajero por sustancia) y, en fin, las consabidas tristezas cuando el canto y el vino se terminan y dentro de un rato empieza el día.
Sólo te guardaste, y en esto no hay reproche, el hijo que nadie conoció. Hay un papel amarillo, envuelto en otros que atestiguan posesiones de barcos más precisos, que da competente testimonio del asunto. Trae una fecha y un nombre completo y, para seguridades, firma y sello de autoridad en el Carmelo, cosas de tierra firme. Hijo con naturalidad, cuando todavía no eras la vieja de la Juncal ni doña, sino puro sobresalto, desvelo y competencia en territorio de hombres.
Presumo una noche. Después vino aquel hijo que trajo la primera tristeza, la más nueva, porque es lo único que no envejeció hasta ahora.
Nosotros llegamos cuando ya eras leyenda. Empezaban los años viejos.
Quinqué Díaz, Leandro Di Como y Ratón Morales, por la banda oriental. Del lado nuestro, y en el mismo estilo, Vicente Segarra, el carpintero de ribera, ese famoso. Marcelo Gianelli, el de la otra orilla y barba de cultivo, Amadeo Lamota, que sobrevive de puro terco, por más datos el Cacique de la Juncal, bien florido.
Hay más nombres, por supuesto. Yo soy los que faltan.
Todos los años volvemos, puntuales y obsequiosos, para el 19 de junio exacto, cuando pelan los árboles y el río se pone forastero.
Quinqué se mama primero porque viene de Carmelo y llega más rápido. Ese es el cuento. ¡Quinqué Díaz, mi viejo! Hay canutos, esos simples, versos, los sencillos, que por lo general terminan con Artigas. Nosotros, los de la banda mufada, cantamos raramente. Pero traemos buena carne, tres porrones de ginebra, otras tentaciones. Se celebra.
Amadeo me pecha suavemente y entonces tomo el cuchillo más noble, ese del cabo de plata con tres virolas de oro, y te beso en la frente y te lo entrego por la hoja, la ceremonia, para que inaugures el banquete.
¡Que hable el Quinqué! Hablamos todos. Cada uno inaugura una cosa, otra historia.
Hasta que viene la noche, esta noche de invierno profunda como el río, cuando la tierra se hincha y seguramente respira y los árboles crecen en secreto y tal vez se mueven y los membrillos perfumados, que se han vuelto salvajes, caen pesadamente porque no aguantan siquiera el peso del rocío y la zanja que abriste a pala con el viejo se cubre otro poco porque hasta las sombras pesan demasiado para esta época, es todo el tiempo que empuja, monte arisco que reviene, la vejez de las cosas que quedaron, el Quinqué que se duerme, un carpincho que nos mira deslumbrado, el río que empuja interminable, y entonces encendemos un fuego y hablamos alto y contamos todo de nuevo, la vera historia de doña Julia Lanfranconi, la vieja de la Juncal, para perpetua memoria.
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