sábado, 30 de enero de 2016

I-kaá, el viajero del río (versión de Gervasia Puentes)







El camalote, viajero perenne del los ríos litoraleños, ha inspirado infinidad de leyendas sobre su origen. La presente fue narrada por doña Gervasia Puentes, una puestera de la localidad de Amenábar, casi en el extremo del taco de la bota que forma la provincia de Santa Fe, en la confluencia del Paraná con el Arroyo del Medio.






Cuentan los aracuá que hace mucho tiempo, allá por los tiempos de losyará -comenzó su narración doña Gervasia, en los ríos no existían los camalotes. Que la tierra era tierra, las islas, islas, y el agua, agua, sin nada que flotara en ella. Claro que eso fue mucho antes, cuando todavía los indios an­daban tranquilos por el monte, sin soldados españoles que los persiguieran para robarles el oro.


Sólo que después la cosa cambió -continuó ‘ña Gervasia, luego de echar una mirada al corderito que se asaba sin apu­ros en el horno de barro. Esto que voy a contarles sucedió cuando los hombres de don Diego García llegaron a Santa Fe, remontando primero el Mar Dulce, que hoy llaman el Río de la Plata, después el embravecido Paraná y, al final, ese río que ven ahí, que ahora llaman Carcarañá, pero que para los guaraníes era simplemente "El Río".


Pero lo que no sabía García, que llegaba con la intención de convertirse en gobernador de la región, era que el cargo ya estaba ocupado por Sebastián Caboto, quien ya había funda­do, por su parte, el fuerte Sancti Spiritu, y no estaba dispues­to a renunciar a su puesto.


Días enteros discutieron los comandantes en el fuerte, mientras sus tropas aprovechaban la oportunidad para resar­cirse de los largos meses pasados en alta mar, atiborrándose de las delicias culinarias que le ofrecía el Nuevo Mundo y po­niéndose al día con el forzado celibato impuesto por la vida marinera.


Sin embargo, no todo era barbarie en aquellos rudos ma­rinos y mercenarios de fortuna, sino que, en algunos de ellos también había lugar para el amor, y así fue que uno de los soldados de García se enamoró de una bella guayna, que in­mediatamente correspondió a sus requerimientos amorosos.


Así transcurrió todo el verano, y mientras García y Ca­boto recorrían el interior, ellos se amaron tiernamente, más allá de las barreras que les imponían el idioma y las costumbres, que, más que un obstáculo, fueron un desafío que ellos superaron con risas y pasión. Nadaron juntos en el río, mientras ella le enseñaba las formas de sobrevivir en la selva y él le contaba anécdotas de su vida marinera; él se extasió con las papas, loscamotes, el abatí, el chipá y los tomates; ella se embriagó con el amor exótico de un extranjero.


Mientras tanto, a su alrededor, las relaciones entre los indios y los invasores españoles comenzaban a desbarran­carse. Los guaraníes los habían agasajado, los habían ayu­dado a construir sus casas y sus fuertes, habían trabajado para ellos sin exigir nada a cambio, excepto algunas herra­mientas de hierro.


Sin embargo los invasores blancos, la mayoría de ellos morralla reclutada en los peores presidios europeos, no tar­daron en revelar su verdadera naturaleza: humillaron con malos tratos a quienes los habían ayudado a sobrevivir en un entorno que los habría aniquilado en un abrir y cerrar de ojos; robaron sus pertenencias, vejaron a sus mujeres y escla­vizaron a sus hijos, hasta que los indios se hartaron de su so­berbia y una noche incendiaron el fuerte con todo lo que ha­bía en su interior. Los pocos españoles que sobrevivieron a la heca-tombe se refugiaron en sus barcos, esperando el regreso de sus coman-dantes.


Obviamente, la justa represalia de los guaraníes hizo que el amor entre la india y el soldado se hiciera más difícil, más clandestino y más aciago que nunca. Día tras día, en sus en­cuentros prohibidos, ella trataba de retenerlo con regalos y caricias, pero sus esfuerzos no lograban horadar la muralla de desconfianza que la situación iba erigiendo entre ellos.


Finalmente llegaron los capitanes, se encontraron con la ciudad arrasada y decidieron que había llegado la hora de re­gresar a España. No obstante, los preparativos tomaron se­manas enteras, durante la cuales la muchacha guaraní deam­bulaba entre los sauces de la orilla, aguardando la oportuni­dad de ver a su amado, aunque fuera sólo un instante.


Pero una situación de guerra no hace lugar a sentimientos personales y la separación sorprendió a los amantes sin que mediara despedida alguna; simplemente una mañana, al lle­gar a la orilla del río, la muchacha vio los barcos que se ale­jaban y la congoja invadió su pecho. Los vio enfilar prolija­mente hacia lo profundo, y luego navegar, viento en popa, lle­vándose sus sueños y sus esperanzas y dejándole tan sólo una vida incipiente que latía en sus entrañas.


Al cabo de un rato, las siluetas de las carabelas eran tan pequeñas que costaba pensar que a su bordo podían caber tantas ilusiones deshechas. Luego, sin aviso, el primer reco­do del río se los tragó, como si no hubieran existido jamás.


Largos y amargos días se sucedieron, mientras la india llo­raba amarga-mente su amor frustrado; soñaba que le crecían las alas de una garza y que se elevaba por los aires, en busca de su amor, pero luego se despertaba bañada en lágrimas, pa­ra tomar conciencia de su soledad. Durante el día, deambula­ba por la selva, tratando de encontrar un medio que le permi­tiera surcar el agua, más allá de las islas que moteaban el río y llegar hasta donde, según la leyenda, el Paraná se hacía tan an­cho y tan profundo que sólo su color lo diferenciaba del mar.


Hasta que sus lamentos fueron escuchados por el I-porá del río, que se apiadó de su dolor y se lo contó a Tupá y Yací, su esposa, que accedieron al vehemente deseo de la joven de seguir a su amado y la convirtieron en camalote.


Finalmente se cumplía su anhelo: se alejaba de la orilla y flotaba en el agua fresca y leonada, río abajo, como una enor­me jangada gigantesca, arrastrando a su paso troncos, plan­tas y animales y transportando en su seno a todos aquellos seres ansiosos de horizontes, eternos viajeros del río.






en Lagos, Wolko "Cuentos y leyendas del litoral" Ed Continente 2000

martes, 26 de enero de 2016

Prólogo de Escritos en el agua (Carlos María Domínguez)





Hay en el Río de la Plata una raza de hombres y mujeres de la costa cuyas vidas, igual a esos troncos que las mareas arrojan a la playa, han sido pulidas de forma caprichosa y extraña. No existe un elemento más blando que el agua y sin embargo, socava la roca y el corazón más duro hasta volverlos irreconocibles. Desde que Juan Díaz de Solís lo descubrió por error en 1516 y fue cena de los indígenas, la muerte y el equívoco no le han sido ajenos. Los bañistas conocen su bondad, fulgor y desahogo, pero un inglés lo llamó "el infierno de los navegantes" y los marinos entendieron que le hacía justicia. No sólo es capaz de subir cuatro metros de marea, provocar grandes inundaciones y mostrar furias marinas. Sus bancos de niebla abandonan los barcos a la suerte de temerosos silbatos, el Sur lo violenta y el Norte lo fuerza a retirarse varios kilómetros de ambas márgenes y, así como las tormentas alzan olas de dos metros en la superficie, su lecho desplaza lentas pisadas de arena. Las corrientes forcejean, cambian los canales de lugar y los colores del agua, e incluso sus costas, que debieran ser firmes, no se quedan quietas. Sin profundidad en la mayor extensión, pocos lo considerarían peligroso, pero su fondo guarda centenares de barcos hundidos. Tumba de navegantes, también vino a serlo, hace pocos años, de incontables desaparecidos. Más que un río semeja una trampa implacable, en cumplimiento de un dramático destino. Oculto en la fama de su nombre, no fue el río Jordán que quiso Américo Vespucio, luego de cruzar la frontera del Tratado de Tordesillas, tampoco el "Mar Dulce" que pretendió Solís, detrás de un paso que lo llevara a la India, y nunca condujo al mineral de plata que buscaban los conquistadores, quienes lo conocieron como "el argentino río" (del latín argentum: plata). Pero el nombre sobrevivió, a falta de respaldo en la realidad, con la utopía que identificó un virreinato y luego la independencia de las Provincias Unidas. Hoy nombra una región que comprende a Uruguay, a la República Argentina, de un modo impreciso a Paraguay y a los estados sureños de Brasil. ¿Qué tienen en común estos países? Un puñado de guerras y un solo destino enhebrado al agua que corre por los ríos Paraná y Uruguay, desde los trópicos a los bajos del sur. En su dimensión más ceñida: un modo permeable de asumir la lengua, el pasado y la novedad. Los argentinos dieron al río y su pretencioso genitivo una expresión dentro de fronteras con una concesión a la orilla oriental. Proclamada Buenos Aires "Reina del Plata", el estuario cobró notoriedad con adjetivos literarios no exentos de pereza. Eduardo Mallea lo llamó "el río inmóvil"; Jorge Luis Borges: "río de sueñera y barro"; Leopoldo Lugones: "el gran río color de león" y Baldomero Fernández Moreno: "el río café con leche". Hace algunos años Juan José Saer tituló "El río sin orillas" un libro en el que dio cuenta de la historia, la geografía y la cultura del Río de la Plata, aunque solo desde su margen occidental. Coincide con la apreciación que hiciera Darwin durante su viaje junto a Fitz Roy, en 1831: "No hay ni grandeza ni belleza en esta inmensa extensión de agua barrosa". Pero otra afirmación resulta más emblemática: "Es obvio que la banda oriental, es decir el Uruguay, no ha entrado en mis consideraciones, no porque ignore la legitimidad de su carácter rioplatense, sino porque, no habiéndolo visitado nunca, no me atrevo, desguarnecido como estoy de todo dato empírico, a aventurarme en sus, según me han dicho muchas veces, apacibles colinas [...] Las peripecias del lado occidental, sin embargo, son muy semejantes a las de la otra banda y ambas comparten muchos de sus mitos." La presunción de Saer revela la vigencia de una ilusoria confianza: el Río de la Plata tendría un comportamiento uniforme en sus dimensiones físicas e imaginarias. Consagra no sólo un error, también la ignorancia de un fenómeno esquivo a la mirada argentina que, con la imaginación puesta en los terrores de la pampa, creció de espalda a sus orillas y vio en el ancho cauce una monótona descarga, pese a que del río llegaron los inmigrantes que le dieron identidad y hasta el día de hoy navega su comercio. Siendo su control motivo de muchas guerras, no hallaron las aguas más que descrédito. Por paradójico que resulte, tampoco abunda entre los uruguayos la comprensión del estuario que, de Montevideo al Este, se conoce por mar, y colma sus costas de grandes ensenadas de arena con cabos rocosos, donde se suceden los balnearios. Su literatura, se diría, no ha puesto un pie en el agua. No me propongo explicarlo. Apenas anotar,: la extravagancia que llevó a la cultura rioplatense a desentenderse del río que le dio nombre, tal si empeñada en ocultar una vergüenza, enterrara también su fundamento. Sus dos orillas han tenido y tienen, sin embargo, una vida propia, olvidada o desconocida. Al menos hasta los años 70, sobre la costa argentina, del Tigre a Vicente López, recreos y pescadores poblaban la ribera con sus casas sobre pilotes, música de acordeón y bailes improvisados. El Ancla reunía una juventud bronceada con tatuajes marinos en los brazos, Olivos a las familias, y en la Costanera, y más al sur, en Quilmes y Punta Lara, las costas se llenaban durante el día y en la noche de multitudes sedientas de horizonte. Carritos de comidas, cervecerías, parques de diversiones, hombres lanzallamas, equilibristas y músicos vivían de la algarabía que la recorría de diciembre a marzo, frente a la dilatada orilla ausente. El verano dividía a los porteños en gente de piscina y gente de la costa, y rara vez se mezclaban. Las clases medias y altas evitaban meterse en el agua con "la negrada" porque temían el contagio de una peste; preferían las piletas de los clubes o las casas de fin de semana. Los demás no tenían elección y disfrutaban la ribera.

La dictadura militar de Jorge Rafael Videla acabó con ella. Clubes militares y empresas privadas se adueñaron de las orillas y luego rellenaron con escombros una ancha franja sobre el río. Para llegar al agua hubo que atravesar callejones malolientes entre los clubes, descubrir pasajes llenos de basura y superar montañas de desperdicios. Poco después prohibieron los baños y no había más que mirar el agua negra, saturada de bolsas de plástico, excrementos, restos de cartón, vidrios y botellas rotas, para comprender que algo había terminado para siempre. El río se convirtió en el emblema de una estafa que, denunciada su falsedad marina, revelaba una inmunda charca. Entonces un escritor argentino, Haroldo Conti, daba noticias de que en el Delta del Tigre había un mundo que había sido próspero y luego abandonado, con historias y personajes de leyenda. Tenía una casa en una de las islas y varios cuentos y novelas donde el río y sus orillas cobraban una dimensión agónica, alegrías del verano y espesuras de niebla. Pero igual que miles de argentinos, también Haroldo fue secuestrado y desaparecido, y arrojado de una avioneta a las aguas que supo navegar, amar y cantar con insólitas ternuras, y desde entonces las costas de Buenos Aires quedaron vencidas por un silencio de muerte. Nada similar ocurrió en la orilla oriental, aunque allí llegaron no pocos cadáveres entregados al arrastre del "río inmóvil". Las costas de Colonia, aun golpeadas por su propia dictadura, prolongaron la cultura ribereña de los orígenes, con su libre acceso a las playas, sus pescadores, contrabandistas, vagabundos, cazadores y piratas. Una frontera humana indisociable del río, aunque marginal a ambas capitales del Plata. Este libro quiere narrar un puñado de esas historias escritas en el agua. Antiguos y no tan viejos destinos enfrentados a una realidad sin otra ley que la del cuerpo, la lucha por la sobrevivencia, la aventura y el riesgo. Con ser un accidente transitorio, el Río de la Plata tiene una historia que contar. No siempre fue como lo vemos y no lo será en el futuro. Es un espacio que se derrama como un fantástico e inadvertido reloj. El más ancho de los que existen en la tierra, el tercero más caudaloso después del Amazonas y el Congo, empuja en su deriva un misterio de cadalso, fuerza y rebelión que, cavando la roca, se ha vuelto irreconocible, también para sí mismo.


Prólogo de Escritos en el agua / Ediciones de la Banda Oriental / Uruguay 2011

lunes, 25 de enero de 2016

El retrato postergado (doc. sobre Haroldo Conti de Roberto y Andrés Cuervo)











El retrato postergado, de Andrés Cuervo




El documental gira en torno a la relación que tuvo el escritor Haroldo Conti con un joven realizador cinematográfico llamado Roberto Cuervo, a mediados de la década del setenta. Haroldo recorre un período de viraje estético cuando entabla amistad con Roberto, pasa de una literatura costumbrista a otra de alto compromiso político. Roberto comienza a filmarlo para componer un "retrato humano".

Haroldo Conti fue maestro rural, actor, director teatral aficionado, seminarista, empresario de transportes, piloto civil, profesor de filosofía, guionista. Su obra narrativa, nutrida en sus tan disímiles experiencias, posee una rara densidad descriptiva que por momentos se torna casi lírica y un manejo poco usual del mundo de los afectos simples, que elude todo sentimentalismo fácil.

Durante los años de la última dictadura argentina Haroldo es secuestrado y asesinado, sin conocerse aún datos de su destino ni del de sus restos. Roberto Cuervo, por su parte, muere en un trágico accidente dejando solos a su mujer Cristina, viuda a los veinticinco años, y a su único hijo Andrés.

Hoy el tiempo ha pasado; Andrés recupera el material filmado por su padre y completa la película dando cierre así al documental comenzado hace treinta años.







"El retrato postergado es un documental autorreferencial. Mientras intentaba terminar una película que mi viejo empezó sobre Haroldo Conti me encontré de cerca con un montón de cosas íntimas. Pensé entonces en contarme a mí mismo tratando de rearmar ese retrato de Haroldo inconcluso. Los audios que grabó mi viejo contienen entrevistas inéditas a Haroldo, a Galeano y a Martha Lynch discutiendo enérgicamente sobre arte, literatura y política. Tengo un archivo enorme de fotos en donde las secuencias podrían funcionar como fotogramas aislados de una misma toma cinematográfica. Me puse a jugar con esas fotos y a armar pequeñas escenas junto con los audios. También cuento con un archivo fílmico que registró papá en 1975 con Haroldo actuando de sí mismo muy convincentemente. [...] Lo que quedó es un trabajo muy personal, pero creo que nos muestra al más real de los Haroldos." Andrés Cuervo













Ficha técnica

Guión, Producción y Dirección: Andrés Cuervo. Jefe de Producción: Mariano Gerbino. Asistente de Dirección: Gonzalo Cánovas. Ayudante de Dirección: Gabriel Rosas. Sonido: Matías Novelle. Dirección artística: Natalia Gregorini. Fotografía: Jorge Crespo. Edición: Emiliano Serra. Música: Darío Barozzi. Animador: Parche films. Intérpretes: Haroldo Conti, Eduardo Galeano, Martha Lynch. Realizada con el apoyo del INCAA. Distribuida por Rumba Cine.




Andrés Cuervo estudió Diseño de Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires. Trabajó en televisión como camarógrafo y luego como productor, director y guionista. Es miembro de la Asociación de Documentalistas de la Nación. El retrato postergado es su primer largometraje.









domingo, 24 de enero de 2016

Un encuentro con Haroldo Conti


lecturas y diálogo en Luna Llena




Sobre el Arroyo Gambado a escasos 15 minutos de navegación por el delta de Tigre se encuentra la Casa Museo Haroldo Conti y muy cerca de allí Luna Llena una isla taller, un espacio coordinado por Juan Bautista Duzeide y Fabiana di Luca que organizan una jornada intensiva de lectura y reflexión sobre la obra de este escritor y su relación con las islas.


la visita a la Casa Museo Haroldo Conti



Los encuentros se realizan mensualmente y posibilitan un acceso a la obra de Conti que se desmarca de la figura de escritor desaparecido y la trasciende.
La dinámica del taller incluye la lectura de varios cuentos de Haroldo (editados exquisitamente por Fabiana di Luca), un recorrido por sus tópicos, su particular uso del lenguaje, influencias literarias y diferentes aspectos de su intensa vida

Edición realizada especialmente para los encuentros en Luna Llena isla taller


También la visita guiada a la casa que perteneciera al escritor, una típica casa isleña sobre pilotes que conserva muchos objetos de uso cotidiano: una guadaña, una brújula, enseres de cocina.
Uno de los tesoros de la casa es una edición de Mitos de Francisco Gandolfo firmada por el querido editor de El lagrimal trifurca. 





Duzeide nos devuelve desde su mirada un Conti entrañable y cercano. El mismo que revela en su libro Alrededor de Haroldo Conti (Ed. Sudestada / Bs As 2013) y hace foco en un lugar bastante descuidado por las autoridades municipales (vidrios rotos, falta de pintura y mantenimiento general a la casa museo y un inexplicable e innecesario juego de plaza para niños en su entrada en un lugar que debería contar al menos con ediciones accesibles de su obra para los visitantes)

Hay mucho que navegar aún para una puesta en valor de los lugares que construyen la identidad isleña, bastaría mencionar el recreo El Tropezón vinculado a Leopoldo Lugones, hoy abandonado o la casa de Rodolfo Walsh sobre el Arroyo Carapachay en manos de propietarios particulares. 

Esperamos que esta iniciativa siga creciendo y sea tomada como referente de las políticas culturales en torno a nuestro delta.


Marisa Negri
Arroyo Estudiante
Delta de San Fernando








viernes, 22 de enero de 2016

El tío Manuel y la creación del municipio Delta










Vi pocas veces al tío Manuel. Recuerdo una ocasión en particular en la que fuimos con mi viejo a una oficina de turismo social en Moreno. Primos hermanos, los unía además un apodo, eran "el loco Negri" y "el loco de Arma" para todos los que los frecuentaban.

Pero si bien fueron ellos los que llevaron el apodo, creo que el "gen de la locura" de Arma atraviesa la historia familiar y nos toca un poco a todos.

La locura es poder ver más allá decía Charly García en mis cassettes de adolescente y algo de eso hay, algo de eso hay...
¿Quien hubiera osado como mi padre, construir un bote con bisagra que se pudiera plegar para facilitar su transporte?
¿o quien no ha presenciado alguna vez el fabuloso espectáculo nocturno en el que Betty de Arma irrumpía en kimono de seda rojo cual diosa de Hollywood a exigir a los dueños del bar contiguo que bajaran la música y respetaran las ordenanzas municipales acerca de la contaminación sonora?
Ya la chica Angélica se vanagloriaba de haber subido al globo aerostático con el que Jorge Newbery realizó su hazaña en 1907 y de su hermano Manuel , el médico gaucho que inauguró la historia de esta casa se contaban increíbles hazañas que incluían cocinar un puchero de gallina para sanar a algún paciente necesitado de alimento.
Pero volvamos a Manuel.
Tengo en mis manos sus "Leyes y proyectos utópicos en un país mediocre", una publicación producto de su trabajo como senador radical en los años ochenta.
Entre polémicos y novedosos proyectos sobre violencia familiar, prostitución o juego clandestino en el capítulo II aparece el proyecto de ley "Creación del Municipio del Delta", y ese texto de seis páginas traza un hilo que llega desde sus visitas a Nautilus de la mano de su padre hasta el presente, en donde escribo estas líneas en lo que entonces era puro monte y algunos árboles frutales.
Dice el dicho popular que lo que se hereda no se roba. Tal vez en algún futuro cercano o no, la autonomía del delta deje de ser una utopía y la sociedad deje de excluir a los locos que tienen el don de ver lo que vendrá.


http://issuu.com/…/do…/creaci__n_del_municipio_del_delta_x/1