Para sobrevivir en las islas hay
que tener pasión por la libertad bucólica que nace de la fraternidad con la
tierra y el árbol. Hay hombres que tienen la
pasión del dinero que pueden producir el árbol sobre la tierra y esos
están condenados a ver quebrados sus esfuerzos. Podrían tener éxito en la
llanura o en las montañas, nunca lo tendrán en el Delta.
Allí fracasaron compañías
organizadas para explotar la producción local. El albardón, el pajonal, la
laguna, la tierra floja que casi nunca soporta el peso de un tractor, las
alimañas que se multiplican, anularon el esfuerzo de sociedades que para
prosperar tienen que contabilizar el esfuerzo. La pala y la guadaña de hoja
corta son los únicos instrumentos que permiten abrirse paso en ese reducido
espejo del infierno verde.
De allí que las islas han sido
colonizadas, no por hombres que pretendían enriquecerse, sino por hombres que
querían vivir sin que les fatigaran la dignidad. Claro está que muchos de ellos
no sabían absolutamente de la existencia de esta palabra. Para ellos el
problema era más simple. No estaban dispuestos a continuar trabajando en la ciudad.
Querían vivir sin tener que luchar personalmente con el hombre. No es el caso de describir batallas, pero el
salvaje combate a librar con la naturaleza les pareció preferible a todas las
calamidades que la civilización vierte a cubos sobre la cabeza del pobre.
Esta es la historia de casi todos
los pobladores iniciales del Delta. Algunos se fueron a vivir a ranchos de
barro con techos de totora. Sus vecinos descubrieron que tenían dientes de oro
pero no se extrañaron.
La naturaleza les presentó batalla.
Fue la humedad del subsuelo sin drenar, los roedores, el exceso de lluvias, las
piedras del cielo, la creciente del río.
Resistieron.
El primer año la mayoría de ellos
tuvo que dedicarse a plantar verduras y a cuidar aves. Otros, aparte de
cultivar sus tierras, salían a trabajar a la casa de un vecino cuya posición
era más holgada. El segundo año recogieron mimbres, los descascararon y los
vendieron. El tercer año, algunos-además del mimbre-podían hachar un poco de
madera de sauce y venderla; el cuarto, ciertos frutales comenzaron a cargarse
de fruta. Entonces, la naturaleza les envió el séquito de sus demonios.
Los hongos parásitos que se
multiplican a velocidades increíbles y derrumban a un gigante vegetal; los
piojos, los pulgones, los gusanos, las bacterias que aniquilan la savia del
árbol, las pestes misteriosas que no se pueden localizar en qué zona de la raíz,
del tronco o del follaje se refugian.
Algunos resistieron.
Entonces, la naturaleza les
descargó andanadas de langostas, después inundaciones. Los plantíos se pudrían
durante meses debajo de una sábana de agua inmóvil y centelleante al resplandor
de un sol de fuego, algunos hombres quedaron moralmente deshechos por las
acometividades salvajes de estos demonios y desesperados abandonaron las islas;
otros, para no morirse de hambre, enviaron a sus mujeres y a sus hijos a
trabajar a la ciudad y ellos se quedaron luchando en el barro del delta, desagotando
las tierras, cavando zanjas, talando la
vegetación maligna.
Y, otra vez, el árbol débil
surgió del suelo.
Pero como ellos estaban casi
incomunicados, ya que las comunicaciones en el Delta son costosas,
circunscriptos a sus islas estos hombres tuvieron que improvisarse herreros,
carpinteros, tuvieron que ensayar sistemas de cultivo, de poda, de injerto,
hacer de médicos, de agrónomos y de albañiles, y a través de la ejecución de
trabajos tan diferentes adquirieron la ciencia de las cosas, esa ciencia que es
el privilegio de Ulises, orgulloso, no sólo de su inflexible arco, sino también
de haber construido su propia cama.
Así se resistieron. Así
sobrevivieron. Este es el término. Cada hombre que podemos ver en el Delta es
el sobreviviente de una multitud de fracasados. De allí que esta lucha en las
islas les conformó una voluntad de hierro, un sentido de independencia y una
individualidad tan extraordinaria que yo diría que el Delta argentino es uno de
los pocos lugares del mundo donde aún existe un puñado de hombres libres.
Poco importa que algunos de estos
hombres libres sean analfabetos o que en ciertas circunstancias se comporten
como unos perfectos brutos; lo importante es que allí descubrimos asentada una
casta de hombres cuya fuerza moral es un suceso.
Casi todos llegaron pobres a las
islas, casi todos sabían que nunca se enriquecerían. Yo he visitado en el Delta
a dueños de quintas que habitaban la hermosa casa que habían construido con sus
propias manos, que comían el pan fabricado con el trigo que sembraron, sobre la
mesa construida con la madera de un árbol que ellos plantaron, me hicieron
admirar las máquinas rústicas que la necesidad les hizo inventar, y me sentí
emocionado frente a la sabiduría patriarcal que trascendían todas sus palabras.
Algunos me mostraron copudos
árboles frutales, cuyas heridas habían restañado cuando eran jóvenes; otros me
hicieron pasear entre millares de manzanos cuyas estacas habían plantado; otros
entre bosques de álamos- sauces que parecían tocar la cúpula del cielo,
mientras con sus callosas manos acariciaban la rústica piel vegetal, las únicas
palabras que pronunciaron fueron éstas:
-Cuando yo vine a la isla, éstos
no existían. Todo lo he hecho yo.
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