miércoles, 20 de noviembre de 2013

La lucha del hombre (Roberto Arlt / El Mundo, 4 de diciembre de 1941)





Para sobrevivir en las islas hay que tener pasión por la libertad bucólica que nace de la fraternidad con la tierra y el árbol. Hay hombres que tienen la  pasión del dinero que pueden producir el árbol sobre la tierra y esos están condenados a ver quebrados sus esfuerzos. Podrían tener éxito en la llanura o en las montañas, nunca lo tendrán en el Delta.
           Allí fracasaron compañías organizadas para explotar la producción local. El albardón, el pajonal, la laguna, la tierra floja que casi nunca soporta el peso de un tractor, las alimañas que se multiplican, anularon el esfuerzo de sociedades que para prosperar tienen que contabilizar el esfuerzo. La pala y la guadaña de hoja corta son los únicos instrumentos que permiten abrirse paso en ese reducido espejo del infierno verde.
             De allí que las islas han sido colonizadas, no por hombres que pretendían enriquecerse, sino por hombres que querían vivir sin que les fatigaran la dignidad. Claro está que muchos de ellos no sabían absolutamente de la existencia de esta palabra. Para ellos el problema era más simple. No estaban dispuestos a continuar trabajando en la ciudad. Querían vivir sin tener que luchar personalmente con el hombre.  No es el caso de describir batallas, pero el salvaje combate a librar con la naturaleza les pareció preferible a todas las calamidades que la civilización vierte a cubos sobre la cabeza del pobre.
Esta es la historia de casi todos los pobladores iniciales del Delta. Algunos se fueron a vivir a ranchos de barro con techos de totora. Sus vecinos descubrieron que tenían dientes de oro pero no se extrañaron.
La naturaleza les presentó batalla. Fue la humedad del subsuelo sin drenar, los roedores, el exceso de lluvias, las piedras del cielo, la creciente del río.
Resistieron.
El primer año la mayoría de ellos tuvo que dedicarse a plantar verduras y a cuidar aves. Otros, aparte de cultivar sus tierras, salían a trabajar a la casa de un vecino cuya posición era más holgada. El segundo año recogieron mimbres, los descascararon y los vendieron. El tercer año, algunos-además del mimbre-podían hachar un poco de madera de sauce y venderla; el cuarto, ciertos frutales comenzaron a cargarse de fruta. Entonces, la naturaleza les envió el séquito de sus demonios.
Los hongos parásitos que se multiplican a velocidades increíbles y derrumban a un gigante vegetal; los piojos, los pulgones, los gusanos, las bacterias que aniquilan la savia del árbol, las pestes misteriosas que no se pueden localizar en qué zona de la raíz, del tronco o del follaje se refugian.
Algunos resistieron.
Entonces, la naturaleza les descargó andanadas de langostas, después inundaciones. Los plantíos se pudrían durante meses debajo de una sábana de agua inmóvil y centelleante al resplandor de un sol de fuego, algunos hombres quedaron moralmente deshechos por las acometividades salvajes de estos demonios y desesperados abandonaron las islas; otros, para no morirse de hambre, enviaron a sus mujeres y a sus hijos a trabajar a la ciudad y ellos se quedaron luchando en el barro del delta, desagotando las tierras, cavando  zanjas, talando la vegetación maligna.
Y, otra vez, el árbol débil surgió del suelo.
Pero como ellos estaban casi incomunicados, ya que las comunicaciones en el Delta son costosas, circunscriptos a sus islas estos hombres tuvieron que improvisarse herreros, carpinteros, tuvieron que ensayar sistemas de cultivo, de poda, de injerto, hacer de médicos, de agrónomos y de albañiles, y a través de la ejecución de trabajos tan diferentes adquirieron la ciencia de las cosas, esa ciencia que es el privilegio de Ulises, orgulloso, no sólo de su inflexible arco, sino también de haber construido su propia cama.
Así se resistieron. Así sobrevivieron. Este es el término. Cada hombre que podemos ver en el Delta es el sobreviviente de una multitud de fracasados. De allí que esta lucha en las islas les conformó una voluntad de hierro, un sentido de independencia y una individualidad tan extraordinaria que yo diría que el Delta argentino es uno de los pocos lugares del mundo donde aún existe un puñado de hombres libres.
Poco importa que algunos de estos hombres libres sean analfabetos o que en ciertas circunstancias se comporten como unos perfectos brutos; lo importante es que allí descubrimos asentada una casta de hombres cuya fuerza moral es un suceso.
Casi todos llegaron pobres a las islas, casi todos sabían que nunca se enriquecerían. Yo he visitado en el Delta a dueños de quintas que habitaban la hermosa casa que habían construido con sus propias manos, que comían el pan fabricado con el trigo que sembraron, sobre la mesa construida con la madera de un árbol que ellos plantaron, me hicieron admirar las máquinas rústicas que la necesidad les hizo inventar, y me sentí emocionado frente a la sabiduría patriarcal que trascendían todas sus palabras.
Algunos me mostraron copudos árboles frutales, cuyas heridas habían restañado cuando eran jóvenes; otros me hicieron pasear entre millares de manzanos cuyas estacas habían plantado; otros entre bosques de álamos- sauces que parecían tocar la cúpula del cielo, mientras con sus callosas manos acariciaban la rústica piel vegetal, las únicas palabras que pronunciaron fueron éstas:

-Cuando yo vine a la isla, éstos no existían. Todo lo he hecho yo.

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