Hay en el Río de la Plata una
raza de hombres y mujeres de la costa cuyas vidas, igual a esos troncos que las
mareas arrojan a la playa, han sido pulidas de forma caprichosa y extraña. No
existe un elemento más blando que el agua y sin embargo, socava la roca y el
corazón más duro hasta volverlos irreconocibles. Desde que Juan Díaz de Solís
lo descubrió por error en 1516 y fue cena de los indígenas, la muerte y el
equívoco no le han sido ajenos. Los bañistas conocen su bondad, fulgor y
desahogo, pero un inglés lo llamó "el infierno de los navegantes" y
los marinos entendieron que le hacía justicia. No sólo es capaz de subir cuatro
metros de marea, provocar grandes inundaciones y mostrar furias marinas. Sus
bancos de niebla abandonan los barcos a la suerte de temerosos silbatos, el Sur
lo violenta y el Norte lo fuerza a retirarse varios kilómetros de ambas
márgenes y, así como las tormentas alzan olas de dos metros en la superficie,
su lecho desplaza lentas pisadas de arena. Las corrientes forcejean, cambian los
canales de lugar y los colores del agua, e incluso sus costas, que debieran ser
firmes, no se quedan quietas. Sin profundidad en la mayor extensión, pocos lo
considerarían peligroso, pero su fondo guarda centenares de barcos hundidos.
Tumba de navegantes, también vino a serlo, hace pocos años, de incontables
desaparecidos. Más que un río semeja una trampa implacable, en cumplimiento de
un dramático destino. Oculto en la fama de su nombre, no fue el río Jordán que
quiso Américo Vespucio, luego de cruzar la frontera del Tratado de Tordesillas,
tampoco el "Mar Dulce" que pretendió Solís, detrás de un paso que lo
llevara a la India, y nunca condujo al mineral de plata que buscaban los
conquistadores, quienes lo conocieron como "el argentino río" (del
latín argentum: plata). Pero el nombre sobrevivió, a falta de respaldo en la
realidad, con la utopía que identificó un virreinato y luego la independencia
de las Provincias Unidas. Hoy nombra una región que comprende a Uruguay, a la
República Argentina, de un modo impreciso a Paraguay y a los estados sureños de
Brasil. ¿Qué tienen en común estos países? Un puñado de guerras y un solo
destino enhebrado al agua que corre por los ríos Paraná y Uruguay, desde los
trópicos a los bajos del sur. En su dimensión más ceñida: un modo permeable de
asumir la lengua, el pasado y la novedad. Los argentinos dieron al río y su
pretencioso genitivo una expresión dentro de fronteras con una concesión a la
orilla oriental. Proclamada Buenos Aires "Reina del Plata", el
estuario cobró notoriedad con adjetivos literarios no exentos de pereza.
Eduardo Mallea lo llamó "el río inmóvil"; Jorge Luis Borges:
"río de sueñera y barro"; Leopoldo Lugones: "el gran río color
de león" y Baldomero Fernández Moreno: "el río café con leche".
Hace algunos años Juan José Saer tituló "El río sin orillas" un libro
en el que dio cuenta de la historia, la geografía y la cultura del Río de la
Plata, aunque solo desde su margen occidental. Coincide con la apreciación que
hiciera Darwin durante su viaje junto a Fitz Roy, en 1831: "No hay ni
grandeza ni belleza en esta inmensa extensión de agua barrosa". Pero otra
afirmación resulta más emblemática: "Es obvio que la banda oriental, es
decir el Uruguay, no ha entrado en mis consideraciones, no porque ignore la
legitimidad de su carácter rioplatense, sino porque, no habiéndolo visitado
nunca, no me atrevo, desguarnecido como estoy de todo dato empírico, a
aventurarme en sus, según me han dicho muchas veces, apacibles colinas [...]
Las peripecias del lado occidental, sin embargo, son muy semejantes a las de la
otra banda y ambas comparten muchos de sus mitos." La presunción de Saer
revela la vigencia de una ilusoria confianza: el Río de la Plata tendría un
comportamiento uniforme en sus dimensiones físicas e imaginarias. Consagra no
sólo un error, también la ignorancia de un fenómeno esquivo a la mirada
argentina que, con la imaginación puesta en los terrores de la pampa, creció de
espalda a sus orillas y vio en el ancho cauce una monótona descarga, pese a que
del río llegaron los inmigrantes que le dieron identidad y hasta el día de hoy
navega su comercio. Siendo su control motivo de muchas guerras, no hallaron las
aguas más que descrédito. Por paradójico que resulte, tampoco abunda entre los
uruguayos la comprensión del estuario que, de Montevideo al Este, se conoce por
mar, y colma sus costas de grandes ensenadas de arena con cabos rocosos, donde
se suceden los balnearios. Su literatura, se diría, no ha puesto un pie en el
agua. No me propongo explicarlo. Apenas anotar,: la extravagancia que llevó a
la cultura rioplatense a desentenderse del río que le dio nombre, tal si
empeñada en ocultar una vergüenza, enterrara también su fundamento. Sus dos
orillas han tenido y tienen, sin embargo, una vida propia, olvidada o
desconocida. Al menos hasta los años 70, sobre la costa argentina, del Tigre a
Vicente López, recreos y pescadores poblaban la ribera con sus casas sobre
pilotes, música de acordeón y bailes improvisados. El Ancla reunía una juventud
bronceada con tatuajes marinos en los brazos, Olivos a las familias, y en la
Costanera, y más al sur, en Quilmes y Punta Lara, las costas se llenaban
durante el día y en la noche de multitudes sedientas de horizonte. Carritos de
comidas, cervecerías, parques de diversiones, hombres lanzallamas,
equilibristas y músicos vivían de la algarabía que la recorría de diciembre a
marzo, frente a la dilatada orilla ausente. El verano dividía a los porteños en
gente de piscina y gente de la costa, y rara vez se mezclaban. Las clases
medias y altas evitaban meterse en el agua con "la negrada" porque
temían el contagio de una peste; preferían las piletas de los clubes o las
casas de fin de semana. Los demás no tenían elección y disfrutaban la ribera.
La dictadura militar de Jorge
Rafael Videla acabó con ella. Clubes militares y empresas privadas se adueñaron
de las orillas y luego rellenaron con escombros una ancha franja sobre el río.
Para llegar al agua hubo que atravesar callejones malolientes entre los clubes,
descubrir pasajes llenos de basura y superar montañas de desperdicios. Poco
después prohibieron los baños y no había más que mirar el agua negra, saturada
de bolsas de plástico, excrementos, restos de cartón, vidrios y botellas rotas,
para comprender que algo había terminado para siempre. El río se convirtió en
el emblema de una estafa que, denunciada su falsedad marina, revelaba una
inmunda charca. Entonces un escritor argentino, Haroldo Conti, daba noticias de
que en el Delta del Tigre había un mundo que había sido próspero y luego
abandonado, con historias y personajes de leyenda. Tenía una casa en una de las
islas y varios cuentos y novelas donde el río y sus orillas cobraban una
dimensión agónica, alegrías del verano y espesuras de niebla. Pero igual que
miles de argentinos, también Haroldo fue secuestrado y desaparecido, y arrojado
de una avioneta a las aguas que supo navegar, amar y cantar con insólitas
ternuras, y desde entonces las costas de Buenos Aires quedaron vencidas por un
silencio de muerte. Nada similar ocurrió en la orilla oriental, aunque allí
llegaron no pocos cadáveres entregados al arrastre del "río inmóvil".
Las costas de Colonia, aun golpeadas por su propia dictadura, prolongaron la
cultura ribereña de los orígenes, con su libre acceso a las playas, sus
pescadores, contrabandistas, vagabundos, cazadores y piratas. Una frontera
humana indisociable del río, aunque marginal a ambas capitales del Plata. Este
libro quiere narrar un puñado de esas historias escritas en el agua. Antiguos y
no tan viejos destinos enfrentados a una realidad sin otra ley que la del
cuerpo, la lucha por la sobrevivencia, la aventura y el riesgo. Con ser un
accidente transitorio, el Río de la Plata tiene una historia que contar. No
siempre fue como lo vemos y no lo será en el futuro. Es un espacio que se
derrama como un fantástico e inadvertido reloj. El más ancho de los que existen
en la tierra, el tercero más caudaloso después del Amazonas y el Congo, empuja
en su deriva un misterio de cadalso, fuerza y rebelión que, cavando la roca, se
ha vuelto irreconocible, también para sí mismo.
Prólogo de Escritos en el agua / Ediciones de la Banda
Oriental / Uruguay 2011
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